Recuerdo haber leído en una vieja taberna las "Elegías de Duino" de Rilke. El sabor del vermú añejo tapizando mi boca. Viejos parroquianos. Gente del barrio. Y en cuanto comienzo a leer la primera elegía se hace el silencio y sucede lo extraordinario. Una visión o una anunciación o un seísmo que hace crujir todos los instantes que se acumulan en ese reloj de arena que soy. Primera elegía:
"¿Quién me oiría, si gritase yo, desde la esfera de los ángeles?
Y aunque uno de ellos me estrechase de pronto
contra su corazón, su existencia más fuerte
me haría perecer. PUES LO HERMOSO NO ES OTRA COSA QUE EL COMIENZO
DE LO TERRIBLE EN UN GRADO QUE TODAVÍA PODEMOS SOPORTAR
y si lo admiramos tanto es solo porque, indiferente,
rehúsa aniquilarnos. Todo ángel es terrible"
Durante años estos versos me atraviesan como un viento estepario, seco, implacable. No busco ángeles, pero camino por los días intentando rastrear eso en lo que la belleza puede ser el dorso en el que se agazapa aquello que nos asusta. Y así surgen una serie de fotos. El suelo. Los suelos y todo ese mundo que palpita en ellos mientras nosotros, vanidosos bípedos, no somos capaces de percatarnos de su existencia, no somos capaces de escuchar las viejas voces, los versos herrumbrosos, los susurros del viento.
La mayoría de estas fotos han sido hechas con el móvil, en este caso un Huawei-Leica.
El ocaso del Mito